sábado, 27 de agosto de 2011

Las mentiras que dibujo


No siempre lo que son líneas continuas serán muros. Tampoco lo que se dibuja como un balcón de herrería primorosa lleno de plantas rebosantes de flores será lo más bello de la casa. Tristemente el arquitecto siempre miente. Miente desde el momento mismo de desvirtuar el mundo de tres dimensiones y colocarlo en un papel. No es como el doctor que intenta, a pesar de sus limitaciones, conseguir la verdad. O como el licenciado, que una vez que la obtiene, la disfraza, la exalta o la oculta dependiendo de su conveniencia. Un arquitecto dibuja mentiras. Luego construye una mentira de su mentira.

Contarle a Mariana mis gustos fue enseñarle un plano. Los muros habrían de construirse, sí, pero con materiales distintos a los proyectados. No sé si el brillo en su mirada fue el fuego que recién inicia, o el último suspiro de un gran incendio. Los incendios son majestuosos, un gigante que nadie puede controlar. Una vez estuve en uno, en medio del bosque. Fui a supervisar la construcción de una cabaña. Sentir tanto calor en medio de tan altos árboles me parecía inmoral. Era verano. Descansaba en la camioneta, verificaba el inventario de materiales cuando los trabajadores empezaron a correr. Uno de ellos subió en el asiento del copiloto.

–¡Píquele inge! –ordenó.

Lo observé con desagrado, estudié para arquitecto por dos cosas. Una porque me desagrada recibir órdenes. La otra para que me llamaran arquitecto.

–Soy arquitecto –dije con acritud.

–¡Lo que sea! –dijo–, pero ¡píquele!

Varios trabajadores se montaron en la batea y comenzaron a golpear. Me sentí como un mulo al cual espoleaban un grupo de borrachos.

–¡Esto arde en un ratito!

Las cenizas, con una lentitud que podría hipnotizar empezaron a caer. Vi por el espejo retrovisor una columna que no estaba proyectada en el plano: era el monstruo de color sepia posado sobre el bosque. No lucía como un ser peligroso, más bien lo percibí melancólico, como un niño severamente deforme que sólo quiere jugar. Pronto me di cuenta que aquella columna de humo no tenía nada de niño. Prendí el motor de la camioneta, más por el temor de que esa horda de brutos robara mi vehículo que por convicción propia. Con paciencia maniobré para llegar al camino de terracería. Apenas estuvimos a veinte o treinta metros de la construcción y vi cómo los invisibles hilos de la furia se elevaban. El suelo lleno de hojarasca detrás de la cabaña lanzó una gran erupción de fuego, luego el humo tan negro como la noche. Aceleré y llegué a la carretera. Una vez en el poblado, los obreros comentaron historias pasadas de incendios siempre iguales. Hablaron de la traición de esa lumbre subterránea, de la inteligencia del fuego que practica sus tácticas de guerra contra quienes lo combaten, del rugir tremendo que brota de sus múltiples hocicos, del humo que vence a la luz.

El incendio duró dos días, cuando se sofocó yo ya estaba muy lejos de ese lugar, con Mariana en un café de la ciudad. Apenas la cortejaba. Todo, como en génesis, estaba por iniciar.

El fuego de sus ojos debió ser el fuego que inicia y lo arrasa todo. Su mirada cauterizada, el rostro apretado, duro como mármol. Lacios cabellos negros que, desde ese momento, siempre confundí con la noche.