sábado, 10 de marzo de 2012

El olor de la noche




En algún momento ella lo supo todo, y aún más. Ella sugirió ir allá para reanimarnos, para curar las heridas. Agua salada que entra en contacto con la carne abierta y sangrante, sol que curte cada fibra nerviosa. Ella parada a mi lado, con una sonrisa cuajada de luz, yo a sus pies, disfrutando de la brisa salada, del aceite cálido, del viento calmo que anuncia los desastres. Su risa, extensa como nunca, como la madrugada tímida que nos abrigó al llegar.
           Disfrutamos de algunos días de tranquilidad antes del viaje. La rutina volvía tranquila nuestras tardes. Por la mañana el trabajo, al ocaso un taza de café o té lubricaba las palabras escuetas dentro del silencio. Jazz de fondo, siempre sentados frente a una ventana que daba a la calle, los transeúntes distraían nuestras lecturas, nuestras charlas, el eterno caer de una flor de jacaranda nos hacía suspirar por razones distintas. Fue el equilibrio del que tanto se ha hablado, el equilibrio del latín.
            –Quiero ver esta película.
–Sí, se ve interesante.
–¿Vamos mañana?
–Claro.
Las tazas, celadoras oportunas, guardaban nuestras lenguas hasta que algún amigo, algunos conocidos pasaban y entonces hablábamos del pasado: el tiempo que ya fue que muchas veces se disfraza de presente o de un futuro inasequible. Ahora, desde aquí, el lugar en el cual un caminante contempla un mar de niebla, sé que aquellas tardes apacibles no fueron más que una barroca sala de espera, un útero seco y templado. Todo el tiempo estuve dentro del vientre y la hora de mi alumbramiento estaba cerca. Ella había visto ya qué hay afuera de la sala de espera; sólo regresó por mí para que la inquietud que la corroía me sacara los ojos, para dejarme expuesto al arrollo como una carroña pestilente que una pareja de novios esquiva, para que Megera cantara la dulce melodía que ahora, sempiterna, omnipresente, corre en mis venas como un millón de parásitos.
Quisiera no volver a salir de aquella comodidad, ni siquiera en este relato. Deseo dar tantos rodeos como pueda y así mantenerme siempre sobre las tazas humeantes, con los cigarrillos polvosos entre mis dedos, con su humo enmarañado en las hebras negras de nuestras cabelleras. Por mí, las tardes escritas siempre serían jazz y té, besos en la mejilla y café, sonrisas amistosas y moka, smoothies para los amigos, ensalada capresse para el extranjero solitario que lee un libro en inglés, las tardes para mí, deberían de ser eternas para evitar la hora de la despedida, el momento de la noche que me recibe con los brazos abiertos, una amplia sonrisa enmarcada en un rostro demacrado. La risa del apestado que sólo le queda morir. Café Brújula se llama aquel lugar en donde, como burla, no existen puntos cardinales, el mundo entero deja de girar y la espera se posterga para después.
También quisiera detenerme en detalles precisos, nimios, datos que me ayuden a no llegar de nuevo a mi cadalso confeccionado con noche, arena y sudores, donde las cuerdas fueron trenzadas con pieles curtidas a la usanza antigua: eses, orines, putrefacción. Pero la arena bastarda anega las calles en cada madrugada y cuando despierto la realidad me abruma. No hay palas suficientes para limpiarlo todo. El camino sinuoso, fragmentado entre la ciudad de Oaxaca y Zipolite deberá ser mi guía. El viaje nocturno de seis horas. El valle es fácil de surcar, a no ser por la ciudad que abraza fuerte. Luego viene el ascenso, el bosque que esconde las virtudes del olvido, la niebla, agua de las nubes, los faros horadaran el camino colmado de penumbras, las curvas que destrozan cualquier brújula. Algo de eso recuerdo, a mi cuerpo viene el vértigo que sentí en aquel ascenso demoníaco de velocidad y furia. La oscuridad descarnada por luces solitarias, resplandores tímidos, luciérnagas perdidas en una tormenta marina.
Dormí lo que pude en aquel vehículo. Aquellos, aunque no los recuerde, fueron los últimos sueños que tuve todavía en el interior del útero, las contracciones comenzaron a asolar a la parturienta y mi cuerpo empezaba a ser expulsado a un mundo que Mariana ya conocía, esa mirada de obsidiana, fría y cortante, lo confirmaba.
Ahora ya no es momento del dolor, ni de la conmiseración, ya pasaron los años en los que florecieron. Hoy es un desierto y Megera, con firme voz de vieja me susurra: mira el paisaje árido y triste, inmensamente triste. El canto del desierto, de la taiga, de aquellas montañas bañadas por lenguas acuáticas y que no se resisten al paso del olvido, esas voces me salvan, alargan la vereda del condenado.
Hoy quiero oler el perfume del álamo en cada movimiento de sus hojas; oír la sombra que emanan las piedras; saborear el roce de dos palabras que tiñen la tierra de rojo. Quiero ver la música, así como escucho mis recuerdos.


sábado, 14 de enero de 2012

Cuajada de sol




Los poetas no han imaginado para duendes y demonios una expresión más pavorosamente apropiada que la risa.

Nathaniel Hawthorne. Ethan Brand.



Un eufemismo que no logra ocultar las miradas nerviosas, las pieles que tiemblan ante el menor roce. Zipolite es una playa hermosa, y si por hermoso también se entiende apacible, entonces Zipolite es un paraíso de belleza.
Las cenizas de los cigarros, ¿cuántos fumamos durante la transición del valle a la playa? Las tardes fueron conglomeradas con miradas evasivas y muecas hostiles. Pero ella habló, en alguna de esas ocasiones. Todas las tardes de ayer son, fueron, ridículas. Las palabras son un lujo, y siempre andamos desperdiciando todo. Hola qué tal, cómo te va, buen día, que la pases bien. A veces las miradas son más efectivas, la seducción de dos manos convence de mejor forma que las cartas de amor, los silencios, fagocitos de las palabras insanas.
Temo continuar, temo volver al viaje, a ver de nuevo ese sol insultante, esa felicidad amarilla que pinta cada uno de los granos de arena de la playa. Y la noche. Las noches, esa noche misma. Mariana fue, ella me llevó a esos antros que se hunden en el seno de la tierra, que son heridas y no cavidades. Esa fue su venganza, la venganza contra nosotros. Por eso me aferro a la linealidad, los horrores están a la vuelta de la esquina. El niño sueña que jala una cuerda y despierta por los movimientos bruscos de un cordón que ata su cintura. El niño corta una cuerda sin saber que es su vena femoral. El niño hace tanto tiempo que despertó pero aún así sigue con su pedazo de soga deshilachada entre las manos. Temo continuar, pero encuentro anestesia en el dolor.
El proyecto de construir una casa en Zipolite, el nombre, sólo el nombre mismo de aquella playa, debió horadar sus pensamientos, atravesarlos y volverse una nueva columna vertebral. Un ser animado por reminiscencias del zapoteco, de los muertos, de lenguas inimaginables, por ardores de todas las naturalezas. Las pieles siempre estarán desnudas y la playa siempre será un lugar para los muertos.
Cierro los ojos y la danza, esa danza ambarina, de los cuerpos al sol derrumba toda idea posible. Es que no debe haber otra cosa en el mundo más que una playa larga y espléndida en donde el sol nunca se descuelgue del cielo. El eterno amor, la pasión, no congelada, sino prolongada, siempre, para todos, en cualquier momento.
Estuve a punto de no aceptar, de quedarme en la ciudad y emprender otros proyectos. Ella, como zombi que regresó de entre las heridas de la tierra, me pidió que lo avaluara.
–Podríamos ir en Semana Santa –sugirió.
Sólo las razones más oscuras orillan a una mujer a regalar sus palabras. Ella elaboró un disfraz de consejo para su condena. Las palabras dichas en aquella noche de la verdad, eran ya humo de oscuridades pasadas. Las cenizas de todos los cigarros fumados se levantaron como neblina entre sus palabras y mi incipiente astucia.
Hoy el clima es frío y allá, seguramente, el mar está nublado como mi mente, pero quiero continuar, aunque no vaya a ningún lado, después de todo, nunca lo hice.
En algún momento ella lo supo todo, y aún más. Ella sugirió ir allá para reanimarnos, para curar las heridas. Agua salada que entra en contacto con la carne abierta y sangrante, sol que curte cada fibra nerviosa. Ella parada a mi lado, con una sonrisa cuajada de luz, yo a sus pies, disfrutando de la brisa salada, del aceite cálido, del viento calmo que anuncia los desastres. Su risa, extensa como nunca.