En algún momento ella lo supo todo, y aún más. Ella sugirió ir
allá para reanimarnos, para curar las heridas. Agua salada que entra
en contacto con la carne abierta y sangrante, sol que curte cada
fibra nerviosa. Ella parada a mi lado, con una sonrisa cuajada de
luz, yo a sus pies, disfrutando de la brisa salada, del aceite
cálido, del viento calmo que anuncia los desastres. Su risa, extensa
como nunca, como la madrugada tímida que nos abrigó al llegar.
Disfrutamos de algunos días de tranquilidad antes del viaje. La
rutina volvía tranquila nuestras tardes. Por la mañana el trabajo,
al ocaso un taza de café o té lubricaba las palabras escuetas
dentro del silencio. Jazz de fondo, siempre sentados frente a una
ventana que daba a la calle, los transeúntes distraían nuestras
lecturas, nuestras charlas, el eterno caer de una flor de jacaranda
nos hacía suspirar por razones distintas. Fue el equilibrio del que
tanto se ha hablado, el equilibrio del latín.
–Quiero ver esta película.
–Sí, se ve interesante.
–¿Vamos mañana?
–Claro.
Las tazas, celadoras oportunas, guardaban nuestras lenguas hasta que
algún amigo, algunos conocidos pasaban y entonces hablábamos del
pasado: el tiempo que ya fue que muchas veces se disfraza de presente
o de un futuro inasequible. Ahora, desde aquí, el lugar en el cual
un caminante contempla un mar de niebla, sé que aquellas tardes
apacibles no fueron más que una barroca sala de espera, un útero
seco y templado. Todo el tiempo estuve dentro del vientre y la hora
de mi alumbramiento estaba cerca. Ella había visto ya qué hay
afuera de la sala de espera; sólo regresó por mí para que la
inquietud que la corroía me sacara los ojos, para dejarme expuesto
al arrollo como una carroña pestilente que una pareja de novios
esquiva, para que Megera cantara la dulce melodía que ahora,
sempiterna, omnipresente, corre en mis venas como un millón de
parásitos.
Quisiera no volver a salir de aquella comodidad, ni siquiera en este
relato. Deseo dar tantos rodeos como pueda y así mantenerme siempre
sobre las tazas humeantes, con los cigarrillos polvosos entre mis
dedos, con su humo enmarañado en las hebras negras de nuestras
cabelleras. Por mí, las tardes escritas siempre serían jazz y té,
besos en la mejilla y café, sonrisas amistosas y moka, smoothies
para los amigos, ensalada capresse para el extranjero solitario que
lee un libro en inglés, las tardes para mí, deberían de ser
eternas para evitar la hora de la despedida, el momento de la noche
que me recibe con los brazos abiertos, una amplia sonrisa enmarcada
en un rostro demacrado. La risa del apestado que sólo le queda
morir. Café Brújula se llama aquel lugar en donde, como burla, no
existen puntos cardinales, el mundo entero deja de girar y la espera
se posterga para después.
También quisiera detenerme en detalles precisos, nimios, datos que
me ayuden a no llegar de nuevo a mi cadalso confeccionado con noche,
arena y sudores, donde las cuerdas fueron trenzadas con pieles
curtidas a la usanza antigua: eses, orines, putrefacción. Pero la
arena bastarda anega las calles en cada madrugada y cuando despierto
la realidad me abruma. No hay palas suficientes para limpiarlo todo.
El camino sinuoso, fragmentado entre la ciudad de Oaxaca y Zipolite
deberá ser mi guía. El viaje nocturno de seis horas. El valle es
fácil de surcar, a no ser por la ciudad que abraza fuerte. Luego
viene el ascenso, el bosque que esconde las virtudes del olvido, la
niebla, agua de las nubes, los faros horadaran el camino colmado de
penumbras, las curvas que destrozan cualquier brújula. Algo de eso
recuerdo, a mi cuerpo viene el vértigo que sentí en aquel ascenso
demoníaco de velocidad y furia. La oscuridad descarnada por luces
solitarias, resplandores tímidos, luciérnagas perdidas en una
tormenta marina.
Dormí lo que pude en aquel vehículo. Aquellos, aunque no los
recuerde, fueron los últimos sueños que tuve todavía en el
interior del útero, las contracciones comenzaron a asolar a la
parturienta y mi cuerpo empezaba a ser expulsado a un mundo que
Mariana ya conocía, esa mirada de obsidiana, fría y cortante, lo
confirmaba.
Ahora ya no es
momento del dolor, ni de la conmiseración, ya pasaron los años en
los que florecieron. Hoy es un desierto y Megera, con firme voz de
vieja me susurra: mira el paisaje árido y triste, inmensamente
triste. El canto del desierto, de la taiga, de aquellas montañas
bañadas por lenguas acuáticas y que no se resisten al paso del
olvido, esas voces me salvan, alargan la vereda del condenado.
Hoy quiero oler el perfume del álamo en cada movimiento de sus
hojas; oír la sombra que emanan las piedras; saborear el roce de dos
palabras que tiñen la tierra de rojo. Quiero ver la música, así
como escucho mis recuerdos.