Nada huele como el mar. Es mezcla de libertad y desolación. Es la frontera, el borde mismo donde se crea continuamente el mundo. Mi mundo. Siempre se está desnudo frente al mar.
Llegamos a Zipolite de madrugada, nadie nos recibió en el hotel que coronaba una pequeña elevación. Los cabellos de Mariana se recogían con parsimonia. Decidió descansar en una hamaca. Una madrugada húmeda e incierta.
Recuerdo que no sentí nada, ni felicidad ni tristeza. Sólo cansancio, pero ni siquiera éste era molesto. La vista que se ofrecía desde la recepción del Shambala anestesió mi corazón. La música debe sólo ser una permutación de cada uno de los sonidos que conforman el rumor del mar. No hay más música, ni poesía que el mar retorciéndose en su eterno castigo. No hay mayor mentira que las palabras que un hombre pronuncia acerca de la Naturaleza.
Viajamos a través de la noche. En Pochutla fuimos recibidos por penumbras tibias. Un taxi, los párpados que se cierran y se abren. La maleza somnolienta que rodea los caminos, el cansancio de los viajes, la sorpresa de los destinos. Trazas de frío me hacían suspirar. La mirada que aprovecha las distracciones del mundo y se fuga a ninguna parte. Mis dedos buscaron su mano, el encuentro se dio sobre el asiento de un coche. El roce que concede el perdón, la caricia que da las gracias. El viaje mismo es el motivo de mis viajes. Algo ocurre cada vez que me desplazo, trato de negarme, de huir de mí. Los viajes sólo pierden, confunden, desorientan.
Caminamos por calles de arena rodeadas de manglares. El equipaje en la espalda, nuestras manos fundidas. Avanzamos por una cuesta, llegamos al hotel y esperamos. La madrugada es un viaje: pierde, desordena, no llega a ningún lado.
Ahora que estoy sentenciado me es muy fácil sentenciar: el mar es esto, la noche aquello y Zipolite es el cesto de mi basura. Ahora puedo contar esos cinco días en el paraíso. Uno. Dos. Tres. Cuatro. Cinco. Podría gritar y decir que ahí fui tan feliz como desgraciado y que los sueños son vidas que siempre desaprovechamos. Aquella madrugada sin sueños no hubo espacio para los pensamientos, ni tiempo para procesar eso que se desplegó ante mí como el inicio del mundo. Los adjetivos vienen después. Los adverbios nunca ocurrieron. Esto, como los planos que he trazado, es producto de la mentira y la imaginación. Pero sirve. Mis recuerdos sensoriales son como la vértebra que el paleontólogo utiliza para reconstruir un esqueleto. No hay mucho que decir, basta con creer que ahí, frente al mar, mientras esperaba que el sol marcara el final de mi viaje, tuve a mi disposición todos los amaneceres del mundo.
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