lunes, 5 de diciembre de 2011

El humo de sus palabras




Todos los amaneceres del mundo, con sus respectivas noches multiplicadas por tres. Los días posteriores a la revelación de las verdades, ella, Mariana, estaba distante y hasta cierto punto agotada. Fueron días pasmosos, como la saliva de un vagabundo drogadicto. Los cafés, los chistes, las pláticas sobre los destinos brillantes de nuestras amistades no le cambiaban el semblante. Las calles de Oaxaca eran estériles surcos donde ella y yo, como una yunta humana, abríamos heridas a la tierra. Dos sombras, dos figuras congeladas por la verdad. Aún cuando lo que confesé aquella noche era más parecido al resabio de una pesadilla horrenda que a un elemento de la realidad cotidiana.
Nunca pude romper la gruesa capa de piedra que se formó en sus ojos a partir de esa fecha. Nunca pude saber con certeza qué era lo que pensaba. Supuse que me odiaba, que me aborrecía y se aborrecía a sí misma por seguir mis paso estoica y silente.
El viento cortaba su perfil, los cabellos negros al aire anunciaban la noche cercana. El bochorno de la primavera era repelido por aquella estatua de hielo que, seducida por el perfume de un Lot embriagado, no se atrevió a voltear y ver la destrucción de su ciudad.
Eran tardes de música agradable en algún café de la ciudad, mis cigarros eran los suyos, bossa nova, jazz, el humo que escapaba de su boca y no formaba palabra alguna. Sólo muecas, sólo gestos o sonidos cortantes, que atizaban el fuego del silencio.
–¿Ya te conté de la casa que quiere construir Antonio en Zipolite?
–¿Ah?
–No sé, tendría que ir para verificar algunas cosas.
–Mmm.
–Quizá lo acepte.
La ceniza caía indiferente a todo, se mezclaba con los residuos que la antecedieron. Siempre es así, lo que antecede no importa, ni lo que precede, es un constante aquí y nada más. ¿Dónde era el aquí de Mariana? Quizá ella no salió junto conmigo del infierno aquella noche, quizá ella seguía ahí, atormentada por visiones terribles de mí siendo sodomizado por extraños. Sus ojos de piedra jamás me permitieron saber nada más. Antes era distinto, hubo épocas, los primeros días, en los que yo podía entrever todo su ser a partir de su mirada, un vistazo pleno, lleno de luz me proyectaba un sinfín de jardines pletóricos de verdor en donde ella marchaba triunfal. Es seguro que mientras la ceniza de su cigarro caía, ella también lo hacía en pozos de paredes hechas con brazas. El infierno debe ser un laberinto en donde arden interminables los restos de una vida apacible. Imposible.
El café amargo pasaba por su lengua como agua. La amargura de las noches debe ser la hiel de los sueños destazados. Tragaba saliva y mantenía su cigarro en lo alto, a la altura de su rostro, una chupada, un largo exhalar del humo que era, en sí, el humo de sus palabras. Así fue la primera tarde inmediata a la noche aquella. Debería dotarla de un nombre: La noche, La noche del infierno, La tormenta. Soy malo para los títulos, por eso estudié arquitectura, ahí no necesitas imaginar nombres. Todo se reduce planos, a vistas, a cortes. Las líneas que violan una virginal hoja de papel y la desfiguran a tal grado de terminar siendo sólo una promesa.
Otro cigarro, ella tan pensativa como nunca. ¿Existen las casualidades? Creo que no, somos tantos en este planeta que el hecho prodigioso de una persona no debe ser más que la probabilidad matemática aplastándola sin piedad. ¿Quién sabe que Zipolite es una playa nudista en donde se realizan bacanales? Yo, al menos en esa tarde que maduraba para noche, no. Ella, al menos, en la tarde que precedió a la Tormenta, tampoco. Tengo el suficiente tiempo para hacer el cálculo de las probabilidades, pero no sé dónde están mis libros, ni muchas cosas ya, en este espacio al que temo tanto decir “casa”. Las probabilidades me tienen pendiendo de un hilo. Sí. No. Sí. No. Casi puedo escuchar cómo se va desgarrando, hebra por hebra, ese hilo que aún me mantiene aquí, frente a esta computadora, deseando tanto vivir, como nunca.
Y mis recuerdos luchan entre sí: los del pasado y los de Zipolite; se incluye en esta lucha mi presente que es como un pez de río que intento atrapar con las manos.
Ella fue la que me abrió las puertas del paraíso, aunque a esas altura ella ya no era Mariana y el paraíso estuvo tan cerca del infierno, y se accedía a ellos mediante la misma puerta, que todo nombre no vale ya. Ella era un demonio. También fue un ángel. Y Zipolite fue tantas cosas que llamarlo “playa” sería un insulto. Un eufemismo.