Cinco días en el paraíso
sábado, 10 de marzo de 2012
El olor de la noche
sábado, 14 de enero de 2012
Cuajada de sol
lunes, 5 de diciembre de 2011
El humo de sus palabras
lunes, 26 de septiembre de 2011
Zipolite
Nada huele como el mar. Es mezcla de libertad y desolación. Es la frontera, el borde mismo donde se crea continuamente el mundo. Mi mundo. Siempre se está desnudo frente al mar.
Llegamos a Zipolite de madrugada, nadie nos recibió en el hotel que coronaba una pequeña elevación. Los cabellos de Mariana se recogían con parsimonia. Decidió descansar en una hamaca. Una madrugada húmeda e incierta.
Recuerdo que no sentí nada, ni felicidad ni tristeza. Sólo cansancio, pero ni siquiera éste era molesto. La vista que se ofrecía desde la recepción del Shambala anestesió mi corazón. La música debe sólo ser una permutación de cada uno de los sonidos que conforman el rumor del mar. No hay más música, ni poesía que el mar retorciéndose en su eterno castigo. No hay mayor mentira que las palabras que un hombre pronuncia acerca de la Naturaleza.
Viajamos a través de la noche. En Pochutla fuimos recibidos por penumbras tibias. Un taxi, los párpados que se cierran y se abren. La maleza somnolienta que rodea los caminos, el cansancio de los viajes, la sorpresa de los destinos. Trazas de frío me hacían suspirar. La mirada que aprovecha las distracciones del mundo y se fuga a ninguna parte. Mis dedos buscaron su mano, el encuentro se dio sobre el asiento de un coche. El roce que concede el perdón, la caricia que da las gracias. El viaje mismo es el motivo de mis viajes. Algo ocurre cada vez que me desplazo, trato de negarme, de huir de mí. Los viajes sólo pierden, confunden, desorientan.
Caminamos por calles de arena rodeadas de manglares. El equipaje en la espalda, nuestras manos fundidas. Avanzamos por una cuesta, llegamos al hotel y esperamos. La madrugada es un viaje: pierde, desordena, no llega a ningún lado.
Ahora que estoy sentenciado me es muy fácil sentenciar: el mar es esto, la noche aquello y Zipolite es el cesto de mi basura. Ahora puedo contar esos cinco días en el paraíso. Uno. Dos. Tres. Cuatro. Cinco. Podría gritar y decir que ahí fui tan feliz como desgraciado y que los sueños son vidas que siempre desaprovechamos. Aquella madrugada sin sueños no hubo espacio para los pensamientos, ni tiempo para procesar eso que se desplegó ante mí como el inicio del mundo. Los adjetivos vienen después. Los adverbios nunca ocurrieron. Esto, como los planos que he trazado, es producto de la mentira y la imaginación. Pero sirve. Mis recuerdos sensoriales son como la vértebra que el paleontólogo utiliza para reconstruir un esqueleto. No hay mucho que decir, basta con creer que ahí, frente al mar, mientras esperaba que el sol marcara el final de mi viaje, tuve a mi disposición todos los amaneceres del mundo.
sábado, 27 de agosto de 2011
Las mentiras que dibujo
No siempre lo que son líneas continuas serán muros. Tampoco lo que se dibuja como un balcón de herrería primorosa lleno de plantas rebosantes de flores será lo más bello de la casa. Tristemente el arquitecto siempre miente. Miente desde el momento mismo de desvirtuar el mundo de tres dimensiones y colocarlo en un papel. No es como el doctor que intenta, a pesar de sus limitaciones, conseguir la verdad. O como el licenciado, que una vez que la obtiene, la disfraza, la exalta o la oculta dependiendo de su conveniencia. Un arquitecto dibuja mentiras. Luego construye una mentira de su mentira.
Contarle a Mariana mis gustos fue enseñarle un plano. Los muros habrían de construirse, sí, pero con materiales distintos a los proyectados. No sé si el brillo en su mirada fue el fuego que recién inicia, o el último suspiro de un gran incendio. Los incendios son majestuosos, un gigante que nadie puede controlar. Una vez estuve en uno, en medio del bosque. Fui a supervisar la construcción de una cabaña. Sentir tanto calor en medio de tan altos árboles me parecía inmoral. Era verano. Descansaba en la camioneta, verificaba el inventario de materiales cuando los trabajadores empezaron a correr. Uno de ellos subió en el asiento del copiloto.
–¡Píquele inge! –ordenó.
Lo observé con desagrado, estudié para arquitecto por dos cosas. Una porque me desagrada recibir órdenes. La otra para que me llamaran arquitecto.
–Soy arquitecto –dije con acritud.
–¡Lo que sea! –dijo–, pero ¡píquele!
Varios trabajadores se montaron en la batea y comenzaron a golpear. Me sentí como un mulo al cual espoleaban un grupo de borrachos.
–¡Esto arde en un ratito!
Las cenizas, con una lentitud que podría hipnotizar empezaron a caer. Vi por el espejo retrovisor una columna que no estaba proyectada en el plano: era el monstruo de color sepia posado sobre el bosque. No lucía como un ser peligroso, más bien lo percibí melancólico, como un niño severamente deforme que sólo quiere jugar. Pronto me di cuenta que aquella columna de humo no tenía nada de niño. Prendí el motor de la camioneta, más por el temor de que esa horda de brutos robara mi vehículo que por convicción propia. Con paciencia maniobré para llegar al camino de terracería. Apenas estuvimos a veinte o treinta metros de la construcción y vi cómo los invisibles hilos de la furia se elevaban. El suelo lleno de hojarasca detrás de la cabaña lanzó una gran erupción de fuego, luego el humo tan negro como la noche. Aceleré y llegué a la carretera. Una vez en el poblado, los obreros comentaron historias pasadas de incendios siempre iguales. Hablaron de la traición de esa lumbre subterránea, de la inteligencia del fuego que practica sus tácticas de guerra contra quienes lo combaten, del rugir tremendo que brota de sus múltiples hocicos, del humo que vence a la luz.
El incendio duró dos días, cuando se sofocó yo ya estaba muy lejos de ese lugar, con Mariana en un café de la ciudad. Apenas la cortejaba. Todo, como en génesis, estaba por iniciar.
El fuego de sus ojos debió ser el fuego que inicia y lo arrasa todo. Su mirada cauterizada, el rostro apretado, duro como mármol. Lacios cabellos negros que, desde ese momento, siempre confundí con la noche.
domingo, 24 de julio de 2011
La necesidad imperiosa de hablar. Esa que empuja a la taquera a exponer todos sus miedos y malos pasos al cliente desprevenido. Aquella que lanza al hombre de los alquileres a gritar, a mitad de la calle, que su amante se ha ido y lo ha dejado en la ruina. La imperiosa necesidad de expresar aquello que sucedió y que nos devora, como una silenciosa bacteria carnívora, como un cáncer o un bacilo.
Ganas de hablar. De decir.
Muchos días han pasado y aún no soy capaz de contarlo todo. Esto, lo de rememorar cada detalle de mis días entre el infierno y el paraíso, es en cierto modo, mi manda. El sacrificio para que todo lo malo que ocurrió, no siga pasando.
Del perdón al cielo hay un paso. Perdón: Santa Vía Rápida hacia los placeres del Mundo.
Ella, Mariana, perdonó. Antes de levantar las rejas de la oscuridad, en medio de ese cosmos cerrado y asfixiante que fue mi habitación, ella hizo preguntas.
–¿Y qué te excita de ellos? –dijo con un tono que jamás le había escuchado.
–¿Cuántos han sido? –y aquel monstruo pequeño que ocupaba su boca como caja de resonancia era cada vez más atrevido.
–¿Te han penetrado? –Mariana deseaba sólo una respuesta que no fui capaz de darle.
Le conté de mis pequeñas travesuritas: algunos tríos, algunas conglomeraciones de carne sin mucho chiste, la luz que quema de tan blanca, lo aburrido de fingir, las secreciones y el sudor que se vuelven un solo fluido: las pieles, la carne, lo gemidos, besos y orgasmos. Pidió más detalles.
–Y, ¿qué más? –el monstruo sabe hacer bien esa pregunta.
El falso pudor, la maldita costumbre de cerrar, de guardar y ocultar información. El egoísmo. “Esto, lo mío, es mío”.
Las horas se diluyeron en el vacío que dejaba tras de sí cada pregunta mal contestada.
–No fue tan bueno. Más o menos. A veces era sólo por compromiso –respuestas insatisfactorias para una Mariana que se dejó pintar por la noche.
–¿Qué se siente estar con dos?
–La mitad de bien que estar contigo –pensé en contestar.
Me detuvo el brillo nacarado de una mirada curiosa.
–¿Cómo?
–¿Eso te excita?
Y esa fue la tácita cita. Mi sonrisa en la oscuridad, el brillo en sus ojos, los dientes húmedos de los dos: tácet que interpretamos con genialidad.
¿Por qué no tengo un puesto de tacos y cuento todo en una sola noche? Debí dedicarme a conducir un taxi por la ciudad y desperdigar mi historia en cada esquina en lugar de trazar líneas que se convertirán en muros y concreto.
lunes, 11 de julio de 2011
Hambre

Saltarse las horas y los días. Tan imposible como deseado. Un minuto, luego otro, siempre. Veo tan lejana aquella noche, a pesar de no haber pasado siquiera un año. Meses abiertos que han grabado, paulatinamente, una sonrisa insultante en mi rostro.
Las horas que transcurrieron en la penumbra. Aquella noche descansamos, si a aquella tortura silenciosa puede llamarse así, durante dos o tres horas. Después ella se levantó, limpió los últimos restos de lágrimas en sus mejillas y suspiró.
–Tengo hambre –dijo en medio de una sonrisa fingida.
Vi su cabello y rostro iluminados por la luz de la lámpara de la calle que entraba por la ventana. Pude percibir el volar errático de los insectos alrededor de aquel foco que irradiaba luz amarilla. Pensar en la muerte lenta de aquellos bichos me era preferible a ver las arrugas alrededor de sus ojos, las muecas que contenían su llanto abortado.
–¿Estás mejor? –me atreví a pronunciar en aquel ambiente casi aséptico. Casi sagrado.
Ella no contestó. De seguro le era más fácil colocar su atención en el lomo de cada uno de los insectos que al siguiente día estarían regados por la calle.
Ella suspiró. Las represas hechas con mandíbulas apretadas, labios mordidos y ojos cerrados lograron contener el desborde.
–Sí. Vamos a cenar.
No sé cómo diablos me atrevo a revolver aquellas imágenes. Siquiera a recordar que todo aquello pasó. Algo dentro de mí me obliga a hacerlo. Temo que en algunos días me veré obligado a borrarlo todo de la mente y quiero que este sea mi testamento. Lo que pasó en Zipolite me tiene aterrado.
Aquella noche pensé que había sido la peor de todas. Estaba preparado para que así fuera: la llovizna, el frío, las nubes que coqueteaban con las antenas, los líquidos que se derramaron en todas direcciones. La tristeza de ella, mi ceguera. El hambre que obligó a hablar, el tiempo que permitió creer que todo es como antes. El dolor en como un grito intenso en un cañón: al final sólo recuerdas el eco y olvidas el motivo del sonido.
Los motivos de los gritos. Los motivos del olvido.
Cada paso que di debió haber sido sumamente doloroso, el roce de mis dedos con su blusa, el exhalar frente a ella, cada vocal pronunciada debieron haber sido espinas clavadas debajo de la uñas de ambos. Y luego las miradas, que ardían como brazas en las cuencas oculares.
Y digo “debieron ser…”, porque ahora todo aquel dolor ha sido borrado y en su lugar fue erigido el modesto templo del regocijo. Lugar que acaba de ser demolido.
Al principio pensé que no podría describir ni siquiera el inicio. Hay algo maligno en esto, en remover y pepenar de entre los desechos. Hay algo que llama, que incita a decir más. Quizá sea el hecho de que quiero vivirlo una vez más, al menos revivir mi selección de hechos. Revivirlo a mi manera, para esta vez, sí tener redención.