miércoles, 6 de julio de 2011



Un cobarde que alguna vez fue sincero y cayó sobre él, como recompensa, la peor tormenta de su vida. Y en ocasiones, dramático.


“¿Que mas? (sic)” Sí, y mucho. Desde aquella noche arden en mis mejillas las cachetadas que ella se dignó a propinarme, desde aquella noche entre los folículos de mi cuero cabelludo quedaron incrustados los carbones encendidos de su ira. Fue diabólico, dantesco, infernal. El cigarro que cayó de sus dedos observó cómo su antigua dueña se ponía de pie y con la mano extendida golpeaba una y otra vez mi rostro, cómo jaloneaba mi cabello mientras gritaba insultos y preguntaba las malas razones para que le hiciera aquello.


–¿Por qué? –gritó con la boca llena de saliva espesa–, ¿por qué me hiciste esto?


Y me perdí. Como cuando se tiene un accidente. El tiempo, el espacio, todo sufrió la perturbación del dolor. Ya no supe si aquel reclamo era por la infidelidad o la sinceridad.


–¿Por qué le hice esto? –me decía a mí mismo en medio de los golpes–, esto de la verdad.

Una vez que agotó sus fuerzas físicas, logré enterarme gracias a palabras entrecortadas por el sufrimiento que lo horrendo para ella era la infidelidad, más no el engaño. Que me gusten los hombres no le importó. Sospecho que hubiera tenido la misma reacción aún cuando hubiera confesado ser pedófilo. Las mujeres son entes extraños, todos los seres mitológicos que el humano ha descrito en toda su historia deben ser sólo una tenue aproximación a ese interior turbulento de las mujeres. Dixi.

¿Qué más decir acerca de mi visita al infierno, o por lo menos el avistamiento de sus puertas? ¿Será necesario describir cada una de las lágrimas que de los dos brotaron? ¿Tiene caso distinguir los minutos de silencio de los que se mancharon con escuetas palabras? ¿Quién no puede imaginar todo aquello que pudo haber pasado aquella noche de llovizna? Y que pasó.

No opuse resistencia a sus golpes. Ella en cambio, se retorcía como anaconda hambrienta, para evitar que yo la sujetara y le contara mentiras al oído, que le dijera con mi voz más dulce que ella era importante, que la amaba, etc.
Las lágrimas que salieron de mis ojos fueron genuinas, lo juro. He de ser sincero, no fue el remordimiento por haberle sido infiel el que liberó mi llanto, más bien por el hecho de que mis palabras habían causado problemas innecesarios. Había sido infiel, sí, lo había hecho tan bien que nadie más que los involucrados lo sabíamos. Entonces, ¿por qué rescatar aquellos archivos del sótano más profundo de mi memoria? Todavía hoy no me puedo responder con certeza, pero sé el idealismo de hacer lo correcto tuvo mucho que ver.

Fue terrible, sí. Y hacía frío. Ella quedó en silencio, sollozando de vez en cuando, en recuerdo del llanto que se derramó en esa tarde. Yo a su lado, acariciando sus manos, vacías, buscando en sus ojos alguna señal que me indicara que había algo vivo ahí adentro, que algo había sobrevivido. No me atreví a espantar al animal de la oscuridad, no hubiera sobrevivido a la imagen de su rostro. Me levanté y en medio de un ataque de llanto, me retiré a mi habitación. Dormí y mi sueño fue removido de mi cabeza por la puerta que se abrió. Era ella. En silencio y en completa ceguera se acurrucó a mi lado. Acaricié su cabello lacio, tan negro que creí que llenaba toda la habitación. Tan negro que sentí que rozaba a la noche.

Luego los dos abrazados salimos del zaguán del infierno y, bajo mi guía, marchamos hacia las puertas del paraíso en un día exultante, diáfano, cálido.
Pero me he saltado muchas cosas. Otra vez.



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